Hace tanto tiempo que no miraba las arrugas en mis manos que
no me había dado cuenta de que algunas en realidad son cicatrices. En el fondo
es más cómodo cerrar los ojos muy fuerte, como cuando de niña la sombra de una
pila de ropa amenazaba sobre monstruos y sólo quería quedarme dormida muy
rápido.
El problema de los años es que intuyes que no por cerrar los ojos vas a cambiar tus pesadillas, y al abrirlos solo te esperan cercanías atestados de gente que te hacen sentir más pequeñita, más vulnerable.
El problema de los años es que intuyes que no por cerrar los ojos vas a cambiar tus pesadillas, y al abrirlos solo te esperan cercanías atestados de gente que te hacen sentir más pequeñita, más vulnerable.
Yo creía que lo bueno de las grandes ciudades era esa
sensación de anonimato compartido, ese cruce de miradas entre extraños capaz de
conectar y hacerte sentir en casa en mitad de la Gran Vía. Pensaba que daba pie
a todas esas películas, y libros. Y ya no llevo la cuenta de los cafés para
llevar que intentaban refutar mi teoría mientras soportaba los empujones de los
extraños al pasar.
Mis pies ya se han hecho a las aceras de Atocha. Han
cambiado los rostros de mis sueños y pesadillas sin dormir, apoyada en el
alfeizar de mi ventana, y mastico las palabras dichas por personas que ayer no
significaban nada y mañana, tal vez, tampoco. Cambian las vistas de mi ventana, pero sigo en mi
Madrid. Entre mis arrugas hay alguna cicatriz de todas las heridas mal
cerradas.
No he gastado tiempo en leer mis manos. Nunca he creído en
la suerte.