Por suerte, no recuerdo.
No recuerdo tus historias raras de vendas en los ojos, los
destellos de inframundo en las carreteras, ni las líneas de la palma de tu
mano. De si tú, de mí, si sí o si no. Casi se me olvida eso de cantar a pleno
pulmón, labio contra labio, y gritarte mis letras en tu garganta.
Si abro los ojos, casi no recuerdo el incendio de tus manos
en mi ropa.
Lo admito, ¿sabes? he olvidado por completo ese día en que
me prometí no olvidar. Ya no significan nada esas noches en las que mi
integridad física importaba menos que el dulce balanceo entre copas y aceras. Carecen
de sentido esos laberintos nocturnos en los que ni yo conocía a nadie ni nadie
me conocía, esos en los que inventaba un escenario donde yo podía ser la
persona que yo quisiera, qué más da, y embriagándome en un acento británico
barato sacado de Skins hablaba con
todos y con nadie, sonreía de lado y observaba lo desconocido sumergida en mi
camuflaje con las calles. Como si siempre hubiera estado allí. Como si siempre
hubiera pertenecido a esa ciudad suicida y no hubiera nada inaudito en esa
gente y esas chicas sin medias en febrero.
Tal vez sí fui parte de esas calles. Por una noche. Pero hoy no
lo recuerdo.
Quizás te hayas hundido entre los pliegues de mi ropa, o te
ocultaras en la comisura del último beso. Siempre supiste hacerme perder la paciencia jugando al escondite.
Esta vez no iba a ser distinta.
Brutal, como siempre.
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