Hay noches en que mis sábanas duermen sin pesadillas.
Noches en las que el calor se aferra a los cristales, y el
colchón se contagia de su voz y se echa a temblar.
Noches en las que él duerme conmigo y se desafían las leyes
de la física.
Poco importa una cama de noventa, una ciudad maldita, una ventana a un patio
interior y el ruido de las cacerolas, de los gritos, al otro lado de nuestras paredes. Si él se
pega a mis sábanas, bailan los hilos y tiritan hasta los espejos.
Y es que él sabe hacer magia. Dormido, despierto, desnudo o
con ropa. Y cómo saber qué decir o hacer para adivinar sus trucos es algo en lo
que todavía practico. Buscando las palabras, encontrando mis propios malabares
para competir con sus sonrisas a destiempo y esa ingenuidad con la que a veces
me desarma.
Pero es que él supo aparecer en el peor momento, escoger las peores
frases y ofrecer las promesas más canallas. Supo ser un desafío, y por
mantenerlo me declara la guerra dos o tres veces al día. Yo respondo, a veces
esquiva, a veces guerrera y, otras tantas, vencida.
Si por él fuera, daría la mano al tiempo y echaría a correr
contra ciudades y autopistas. Si estuviera en su mano, no abriríamos los ojos y
caminar no sería más que sentir la vida bailando, haciendo cosquillas en
nuestros tobillos.
Yo le hablo, le desmiento. Le enseño mis cuentos de
princesas, y castillos, y le hablo de los dragones que acechan y de las autopistas
con semáforos. Le hablo de la cenicienta que por imprudente perdió un zapato y
él se ríe y dice que soy preciosa. No me escucha, ni lo intenta, pero aparta
mis dragones cuando me tapa los ojos con sus manos. Hace magia. Y a veces,
hasta mis sábanas duermen sin pesadillas.
Precioso...haces que suene a poesía.
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