lunes, 27 de abril de 2009

Mi marcapáginas

Cuando lo encuentras entre las páginas de un libro que tenías por casa, o en esa bolsa de tu última adquisición en la librería, no le prestas atención. Cuando comienzas la lectura y te ves interrumpido, temeroso de recurrir a la barbarie de doblar el papel, imprimes tus huellas en ese pedazo de cartulina tan infravalorado por todos.

No se para uno a pensar, quizás por su supuesta falta de trascendencia, en que, cuando uno coloca un marcapáginas en su libro, confía en él todos sus secretos. Uno confiesa, con sus dedos presionando la cartulina de manera más o menos cuidadosa –pues si bien existe un cierto rito con el cuidado del libro, rara vez se extiende también a nuestro débil protagonista-, uno confiesa, pues, el momento en que ha detenido su lectura. No es un momento cualquiera, y es poco acertado decir que ocurre por casualidad. Nadie abandona un relato en el momento en que este le atrapa. Más bien, aprovechamos esa franja de tiempo –entendiendo el libro como un viaje-, en el que decidimos que es un buen momento para descansar. Y ese momento, ese pequeño paréntesis en nuestro recorrido literario, se transmite entre susurros a un marcapáginas que recibe la información con cautela y, por si fuera poco, la salvaguarda de su pérdida.
Como el viejo salvavidas que nadie aprecia en un barco, sólo nos percatamos de su utilidad cuando se nos priva de su presencia y, con algún gesto torpe, conseguimos que se deslice de su destino original. Sólo entonces parecemos recordar que el marcapáginas es nuestro confidente literario, nuestro ángel de la guarda –si alguien prefiere acaso llamarlo de este modo-. Hasta entonces, lo conservamos con un cierto grado de indiferencia.
Poco valorado pero persistente en su empeño de acompañarnos en el viaje de la lectura, el marcapáginas se nos presenta de todos los diseños y colores, aguardando el cambio de libro en libro, conocedor de algo tan íntimo como es nuestra manera de leer, y lector también de cada palabra que recorren nuestros ojos.

Este marcapáginas que ha comenzado a hablar hoy es el mío. Poco nuevo tiene que añadir, quizás, pues no conoce más que el débil criterio de una persona que apenas comienza a leer. Pero es mi marcapáginas, al fin y al cabo, y revoltoso en mi estantería, pide a gritos un poco de protagonismo en este mundo de plumas.
Y, en fin, ¿quién soy yo para decirle que no?
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