domingo, 30 de enero de 2011

De bálsamos


"Cuando el miedo y el frío hacen de ti una estatua en tu propia cama, no esperes que la Verdad acuda en tu auxilio. Lo que necesitas es el mullido consuelo de un relato. La protección balsámica, adormecedora, de una mentira".

Diane Setterfield. El cuento número 13.

martes, 25 de enero de 2011

Oscuros, el poder de las sombras

Oscuros, el poder de las sombras, de Lauren Kate. Editorial Montena. 2010. 416 pp., 16’95€.

Llega la segunda parte de la aclamada saga Oscuros, que debutó en EEUU como número 1 en la lista del New York Times. Oscuros, el poder de las sombras, es el título de la continuación de esta tetralogía juvenil que en España ha vendido ya más de 30.000 ejemplares.

Los ángeles caídos han vuelto a las andadas. Luce y Daniel, dos adolescentes enamorados, condenados a encontrarse y a perderse hasta el fin de sus días, sufren un castigo eterno por haber tenido la osadía de, entre el cielo y el infierno, elegirse a sí mismos. Luce ha tenido ya innumerables vidas en el pasado, y todas se truncan en el momento en el que conoce a Daniel y presa de una obsesión inexplicable se enamora de él, momento en el que muere ardiendo en llamas.

Esta vez, no obstante, parece que la historia puede cambiarse, y los protagonistas encontrarán una forma de luchar contra el destino, así como de enfrentarse a ángeles, demonios y sombras con tal de conseguir estar juntos. Lo que Lucy desconoce es que ella es una pieza clave en la lucha del bien y el mal, y su vida corre peligro. Para protegerla, Daniel habrá de aceptar una tregua con Cam, su mayor enemigo.

Una vez más Lauren Kate sorprende con una fluidez y un manejo de la acción rápidos y certeros, pero en esta ocasión podemos reconocer con demasiada facilidad alguna fórmula bastante usual en las novelas de vampiros. Una protagonista indefensa y frágil, incapaz de vivir sin el amor de su valiente compañero de andadas, y que sin haberlo previsto supone la pieza clave para resolver una lucha que se ha prolongado en el tiempo.

Si a eso le añadimos dos hombres, uno de cada bando, que han de olvidar sus diferencias para protegerla y le sumamos el componente paranormal y oscuro de cada uno de los protagonistas, encontraremos una saga con unos personajes no muy diferentes de la homónima de Stephenie Meyer, Crepúsculo.

Afortunadamente, la originalidad del argumento y el atractivo de la lucha entre ángeles caídos hacen de la saga de Lauren Kate una lectura entretenida que mantiene la atención del lector en todo momento, aunque a veces uno eche de menos una profundización en la psicología de los personajes, demasiado estereotipados como para causar una auténtica empatía.

Reseña publicada en la revista Culturamas.

martes, 18 de enero de 2011

Una princesa no se ve todos los días


Generalmente, los niños que vienen a jugar con nosotras no tienen ganas de hablar. A lo mejor no tienen fuerza, o eso pienso yo a veces. Tienen la mirada cansada. El hospital, las inyecciones, las pruebas y los médicos los hacen poco receptivos y, en ocasiones, algo asustadizos. Cuesta hacerles entender que tú no vas a ponerles una inyección, que solo pretendes jugar con ellos y que se olviden, por un ratito, de que están enfermos y no pueden salir a la calle.

Ella no es una excepción. Viene agarrada al brazo de su madre, y con su otra mano sostiene con fuerza un unicornio de peluche, no lo quiere soltar. Me acerco a recibirla. Su madre quiere tomarse un café y airearse un rato, y me pregunta si nos importa que nos la quedemos. Claro que no, para eso estamos aquí.

-¿Te quedas conmigo, peque? Estamos pintando, hay puzles, hay plastilina…

Le tiendo la mano. Ella la observa atentamente unos segundos, recelosa. La inspecciona hasta que, después del que parece un complejo balance de los hechos, decide aceptarla. Ahora sí, me mira, con un par de ojos enormes, dignos de Pixar. Asiente y se agitan sus coletitas.

No habla. Ni cuando la acerco a la mesa para que se ponga a pintar. Solo asiente y niega con la cabeza, como si le gustase hacer bailar a las coletitas de su pelo, y yo, en un monólogo, consigo sonsacarle que tiene cuatro añitos, una hermana y que su padre está “lejos, muy lejos”, aunque no me quiera decir dónde. No dibuja, tampoco. Tiene abrazado a su unicornio de peluche, rosa, muy rosa, y mira al resto de niñas. Pero ella no dibuja. Solo me pide, sin abrir la boca, que le pase los rotuladores.

Nunca sé muy bien qué hacer ante estas situaciones. Esta vez, por un impulso, cojo un folio. No se me dan nada bien estas cosas, pero empiezo a dibujarla. Una cara redondita, unos ojos grandes y dos coletitas.

-Mira lo que he hecho. ¿Quién es? -. Frunce las cejas y acerca el dibujo con su mano izquierda, vendada hasta la muñeca a causa de las vías-. ¡Eres tú!

Ladea la cabeza, lo estudia un rato. Me mira con determinación. No parece muy convencida.

-No lo has pintado. Y no tengo cuerpo.

Bonitas primeras palabras, dignas de alguien que tiene muy, muy claro lo que quiere. Sonrío para mis adentros, satisfecha de obtener la primicia. Me acerco despacio, agachándome.

-Mira… -le susurro, aprovechando que me he ganado su atención-. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Voy a dibujarte un cuerpo…. –la miro. Lleva el pijama de hospital, blanco con lunares verdes, con los pantalones demasiado largos, remangados a la altura del tobillo. No puedo dibujarla así-. Y voy ponerte un vestido. Un vestido de princesa.

-Rosa –advierte.

-Rosa –concedo. Trato hecho.

Empiezo a dibujar, bajo su constante vigilancia. De reojo mira todo lo que hago, a cada trazo. Me vigila con la cabeza bien alta, empezando también a dibujar una torpe casita en su propio folio. De vez en cuando, me corrige:

-Mis ojos son marrones, no negros. Y el vestido es más rosa.

-¿Más rosa? ¡Si ya es rosa!

-Más rosa. ¡Y de colorines! ¡Y muuuuuuy largo! –apunta. Alargo el vestido hasta el borde del papel, intentando descifrar la dicotomía entre el rosa y los colorines hasta que quede satisfecha-. Estás sentada en una silla pequeña –dice de pronto, sin despegar su vista de mi dibujo-. Pareces una niña pequeña.

-A lo mejor lo soy, a lo mejor tengo cuatro años como tú, y os estoy engañando a todas… -bromeo, pero ella asiente. No dice nada más al respecto. Tengo cuatro años, es plausible, a otra cosa. Ahora que lo pienso, no es tan descabellado. La niña se mueve, y solo entonces reparo en que debajo de su pijama de lunares se asoma un collar de plástico, con falsas perlas y un enorme diamante con forma de corazón.

-Anda, mira esto –exclamo, y tomo su colgante entre los dedos-. ¡Esto es un collar de princesa! ¿De dónde lo has sacado?

“Es un secreto”, me dice, sin reírse un ápice, acariciando el pelaje de su unicornio rosa.

-¿Sabes lo que creo yo? Que eres una princesa y no me lo quieres decir…

Sus ojos grandes, saltones, se fijan ahora en los míos como si valorara la posibilidad, pero me dice que no. “Vaya que no”, pienso yo. Una pequeña princesita, solo que en pijama de hospital, con una venda en el brazo y ojos de cansancio. Pero una verdadera princesa.

-No –repite-. Pero voy a convertirme en un ángel.

Me quedo sin habla. Solo unos segundos.

Procuro que no se me note demasiado, pero me cuesta.

-¿Y eso quién te lo ha dicho?

-Mi profe de religión.

Abraza a su unicornio y me quita el dibujo de las manos. Se lo quiere llevar a la habitación.


.

A veces es duro.

Escribirlo nunca le hará justicia del todo. Ni a mí, ni a ella. Por eso no suelo subir estas cosas al blog. Esta vez he hecho una excepción. A fin de cuentas, una princesa así no se ve todos los días. Y nadie debería decir que no a los deseos de las princesas.

lunes, 17 de enero de 2011

Retrato

No pensaba subirlo, pero a veces te hacen cambiar de opinión... :)


Tiene setenta y ocho años. Es lo primero que me dice.
Se ayuda de su marido para subir el escalón del metro, pero inmediatamente suelta su brazo y se coloca en medio del vagón, de brazos cruzados, con una sonrisa satisfecha. Intentamos que se agarre a la barra y le ofrecemos espacio. El vagón está atestado de gente, pero no le importa.
-Setenta y ocho años, hija mía –se dirige a mí. Se ríe y niega con la cabeza, como si de repente aquello pareciese una soberana tontería. Lo es, es una tontería; no hace falta mirarla mucho tiempo para ver más allá de esas arrugas. Esa mirada suya tiene veinte años, quizás veintidós, sus ojos hierven furiosos de vida-. Estoy vieja, pero no tengo que agarrarme a la barra. ¡Yo nunca me caigo!
“¿Vieja tú?” Hacía tiempo que nadie me tomaba tanto el pelo.
-Yo sí me caigo si no me agarro a la barra del metro- apunto, y le arranco una sonrisa. Murmura por lo bajo y no alcanzo a escucharla.
Tirso de Molina, Antón Martín y Atocha. Tres paradas y nuestra primera y única conversación. Algo así como un viaje en el tiempo digno de Marianne Curley. Yo, que solo pretendía hacerle un hueco en el metro para que pudiera agarrarse, me veo aturdida ante su equilibrio innato, su cabeza bien alta y su mirada de haberlo vivido todo. Y mucho.
-Tenéis que tener cuidado –me confiesa de repente, tomándome del brazo-. Nada de ir a los sitios oscuros. Ni para dar besos a un chico ni nada, ¿entiendes?
-No se preocupe, si yo no…
-Mujer, que no hay que ser hipócritas. ¡Hay que darse besos! No es nada que nadie haya hecho. Todos hemos hecho de todo –dice, y enfatiza graciosamente ese “de todo” con una mirada granuja a su marido. Él la sonríe, y hay algo muy vivo en sus miradas, casi colegial, casi adolescente. Un soplo de aire fresco en medio del calor del metro-. Los besos mejor debajo de una farola, hija mía, hazme caso.
-Lo tendré en cuenta, se lo prometo.
-Los besos hay que darlos. Hay que dar muchos, ¿sabes? Si quieres a alguien, es tu responsabilidad demostrárselo. Pero hay que hacerlo bien.
Me río, no lo puedo evitar, aturdida, todavía sorprendida con esa charla de “mujer a mujer”, llena de sus palabras y sabiendo que no es una conversación cualquiera, que no es un día cualquiera, que no es una mujer cualquiera.
Tirso de Molina, Antón Martín y Atocha. Tres paradas y nuestra primera y única conversación. Algo así como un viaje en el tiempo digno de Marianne Curley, sí. Una de esas escenas inesperadas que me dejan sonriente, sorprendida y negando con la cabeza mientras subo las escaleras de la salida del metro, pensando “ay, Jara”, pensando “y tú que no creías en la fantasía”.
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