miércoles, 4 de junio de 2014

Cicatrices

Hace tanto tiempo que no miraba las arrugas en mis manos que no me había dado cuenta de que algunas en realidad son cicatrices. En el fondo es más cómodo cerrar los ojos muy fuerte, como cuando de niña la sombra de una pila de ropa amenazaba sobre monstruos y sólo quería quedarme dormida muy rápido.
El problema de los años es que intuyes que no por cerrar los ojos vas a cambiar tus pesadillas, y al abrirlos solo te esperan cercanías atestados de gente que te hacen sentir más pequeñita, más vulnerable.

Yo creía que lo bueno de las grandes ciudades era esa sensación de anonimato compartido, ese cruce de miradas entre extraños capaz de conectar y hacerte sentir en casa en mitad de la Gran Vía. Pensaba que daba pie a todas esas películas, y libros. Y ya no llevo la cuenta de los cafés para llevar que intentaban refutar mi teoría mientras soportaba los empujones de los extraños al pasar.

Mis pies ya se han hecho a las aceras de Atocha. Han cambiado los rostros de mis sueños y pesadillas sin dormir, apoyada en el alfeizar de mi ventana, y mastico las palabras dichas por personas que ayer no significaban nada y mañana, tal vez, tampoco. Cambian las vistas de mi ventana, pero sigo en mi Madrid. Entre mis arrugas hay alguna cicatriz de todas las heridas mal cerradas.

No he gastado tiempo en leer mis manos. Nunca he creído en la suerte. 
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