Generalmente, los niños que vienen a jugar con nosotras no tienen ganas de hablar. A lo mejor no tienen fuerza, o eso pienso yo a veces. Tienen la mirada cansada. El hospital, las inyecciones, las pruebas y los médicos los hacen poco receptivos y, en ocasiones, algo asustadizos. Cuesta hacerles entender que tú no vas a ponerles una inyección, que solo pretendes jugar con ellos y que se olviden, por un ratito, de que están enfermos y no pueden salir a la calle.
Ella no es una excepción. Viene agarrada al brazo de su madre, y con su otra mano sostiene con fuerza un unicornio de peluche, no lo quiere soltar. Me acerco a recibirla. Su madre quiere tomarse un café y airearse un rato, y me pregunta si nos importa que nos la quedemos. Claro que no, para eso estamos aquí.
-¿Te quedas conmigo, peque? Estamos pintando, hay puzles, hay plastilina…
Le tiendo la mano. Ella la observa atentamente unos segundos, recelosa. La inspecciona hasta que, después del que parece un complejo balance de los hechos, decide aceptarla. Ahora sí, me mira, con un par de ojos enormes, dignos de Pixar. Asiente y se agitan sus coletitas.
No habla. Ni cuando la acerco a la mesa para que se ponga a pintar. Solo asiente y niega con la cabeza, como si le gustase hacer bailar a las coletitas de su pelo, y yo, en un monólogo, consigo sonsacarle que tiene cuatro añitos, una hermana y que su padre está “lejos, muy lejos”, aunque no me quiera decir dónde. No dibuja, tampoco. Tiene abrazado a su unicornio de peluche, rosa, muy rosa, y mira al resto de niñas. Pero ella no dibuja. Solo me pide, sin abrir la boca, que le pase los rotuladores.
Nunca sé muy bien qué hacer ante estas situaciones. Esta vez, por un impulso, cojo un folio. No se me dan nada bien estas cosas, pero empiezo a dibujarla. Una cara redondita, unos ojos grandes y dos coletitas.
-Mira lo que he hecho. ¿Quién es? -. Frunce las cejas y acerca el dibujo con su mano izquierda, vendada hasta la muñeca a causa de las vías-. ¡Eres tú!
Ladea la cabeza, lo estudia un rato. Me mira con determinación. No parece muy convencida.
-No lo has pintado. Y no tengo cuerpo.
Bonitas primeras palabras, dignas de alguien que tiene muy, muy claro lo que quiere. Sonrío para mis adentros, satisfecha de obtener la primicia. Me acerco despacio, agachándome.
-Mira… -le susurro, aprovechando que me he ganado su atención-. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Voy a dibujarte un cuerpo…. –la miro. Lleva el pijama de hospital, blanco con lunares verdes, con los pantalones demasiado largos, remangados a la altura del tobillo. No puedo dibujarla así-. Y voy ponerte un vestido. Un vestido de princesa.
-Rosa –advierte.
-Rosa –concedo. Trato hecho.
Empiezo a dibujar, bajo su constante vigilancia. De reojo mira todo lo que hago, a cada trazo. Me vigila con la cabeza bien alta, empezando también a dibujar una torpe casita en su propio folio. De vez en cuando, me corrige:
-Mis ojos son marrones, no negros. Y el vestido es más rosa.
-¿Más rosa? ¡Si ya es rosa!
-Más rosa. ¡Y de colorines! ¡Y muuuuuuy largo! –apunta. Alargo el vestido hasta el borde del papel, intentando descifrar la dicotomía entre el rosa y los colorines hasta que quede satisfecha-. Estás sentada en una silla pequeña –dice de pronto, sin despegar su vista de mi dibujo-. Pareces una niña pequeña.
-A lo mejor lo soy, a lo mejor tengo cuatro años como tú, y os estoy engañando a todas… -bromeo, pero ella asiente. No dice nada más al respecto. Tengo cuatro años, es plausible, a otra cosa. Ahora que lo pienso, no es tan descabellado. La niña se mueve, y solo entonces reparo en que debajo de su pijama de lunares se asoma un collar de plástico, con falsas perlas y un enorme diamante con forma de corazón.
-Anda, mira esto –exclamo, y tomo su colgante entre los dedos-. ¡Esto es un collar de princesa! ¿De dónde lo has sacado?
“Es un secreto”, me dice, sin reírse un ápice, acariciando el pelaje de su unicornio rosa.
-¿Sabes lo que creo yo? Que eres una princesa y no me lo quieres decir…
Sus ojos grandes, saltones, se fijan ahora en los míos como si valorara la posibilidad, pero me dice que no. “Vaya que no”, pienso yo. Una pequeña princesita, solo que en pijama de hospital, con una venda en el brazo y ojos de cansancio. Pero una verdadera princesa.
-No –repite-. Pero voy a convertirme en un ángel.
Me quedo sin habla. Solo unos segundos.
Procuro que no se me note demasiado, pero me cuesta.
-¿Y eso quién te lo ha dicho?
-Mi profe de religión.
Abraza a su unicornio y me quita el dibujo de las manos. Se lo quiere llevar a la habitación.
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A veces es duro.
Escribirlo nunca le hará justicia del todo. Ni a mí, ni a ella. Por eso no suelo subir estas cosas al blog. Esta vez he hecho una excepción. A fin de cuentas, una princesa así no se ve todos los días. Y nadie debería decir que no a los deseos de las princesas.
Te respondo con el sabor amargo que a veces deja una gominola, rosa, muy rosa. Los ángeles nunca deberían saber que tienen alas...No se si es hacerle justicia pero, al menos, es un homenaje merecido,sentido y precioso. La vida es dura...Los ángeles son también las personas que la hacen más llevadera.
ResponderEliminargracias...
ResponderEliminarEs preciosísimo.... Una verdadera princesa.
ResponderEliminargracias, Emily :) Lo es..
ResponderEliminarUff, me ha dejado sin respiración y todo,hay cosas para las que no estás preparado,esta es una de ellas. Ni el mejor guionista lo hubiese hecho mejor. Me recuerda una vez que una prima pequeña me preguntó si Dios existía, no es comparable, pero son cosas para las que no estás preparado a responder. Por cierto, de dónde es esta niña? Trabajas en un hospital? Saludos, muy chulo el blog
ResponderEliminarGracias, alberto!! :D
ResponderEliminarSoy voluntaria en la Cruz Roja, y todas las semanas vamos a jugar con los niños del Hospital de Getafe. Esta niña estaba ingresada...
Ahora mismo me paso por tu blog! :) no sabía que tú también tenías uno