
La portada que acompaña mi crítica muestra a una mujer sola y desnuda tirada en la cama, mirando la ventana expectante. La de mi libro, ochentera y con más encanto, muestra a una pareja que habla por teléfono, conectados con el mismo cable, mirando en direcciones opuestas. Ambas reflejan a la perfección la atmósfera de
incomunicación y soledad que se dibuja a lo largo de la novela, pero sin duda carecen de la sensibilidad y la pasión que aportará Rosa Montero con cada una de las 241 páginas que escribió en
1979. No se asusten aquellos que renieguen del pasado y busquen actualidad; sus palabras resuenan hoy y cubren nuestros paladares con el regusto amargo de la soledad cotidiana, de la soledad de 1979 y también de 2009.
Rosa Montero nos introduce al mundo a través de la mirada de Ana Antón, la protagonista, madre soltera y trabajadora que trata de encontrar su lugar en el mundo. Combinando su desalentadora visión de la realidad, se entrelazan las vidas de sus amigas, todas ellas mujeres y con algo en común: el desamor. Desamor más allá de lo erótico y lo romántico. Desamor quizás hacia el mundo, hacia el sentido de la vida y hacia la trascendencia de lo más cotidiano.
La crudeza y a la vez sensibilidad de Rosa Montero logra elevar situaciones nimias a la categoría de artísticas y consigue que su novela, su crónica del desamor, haga nacer en nosotros un paradójico deseo de amar la vida.
Imprescindible para los que, como yo, han sentido escalofríos al leer alguna vez a esta autora.